Cuando a Vanesa Jiménez (34 años, técnico en educación de párvulos) le rechazaron la cuarta licencia por estrés que presentó, fue a pedir que la desvincularan. Simplemente, sentía que no le quedaba otra alternativa. Pero en el jardín donde trabaja, en Viña del Mar, no aceptaron su solicitud. Renunciar no era una opción viable: necesitaba el dinero de la indemnización para vivir. Pidió vacaciones, para tener al menos algunos días más sin tener que trabajar.
Desde ese respiro temporal, cuenta:
—Lo mío era más que nada angustia. Volver a la presencialidad fue angustiante.
Su caso está lejos de ser aislado. Solo por dar un ejemplo, la Dirección de Educación de la Municipalidad de Santiago afirmó que, entre y enero y mayo, el 27% de sus docentes y asistentes de la educación había presentado una licencia médica, sumando más de 15 mil días de ausencia. Por otro lado, en junio, el presidente del Colegio de Profesores se acercó a la Contraloría para cuestionar el no reemplazo de profesores con licencias médicas, asegurando que las escuelas tenían “entre el 30 y 40% de su profesorado” con permiso de salud.
Saber cuántas de estas licencias obedecen a problemas de estrés, depresión o trastornos de ansiedad es prácticamente imposible. Pero según Constanza Gómez, investigadora de Elige Educar, “independientemente del dato oficial sabemos que hay muchas licencias por salud mental”. Es un secreto a voces.
—La falta de presencialidad afectó el desarrollo de habilidades sociales y volvimos a clases arrastrando todo eso. Hay un diagnóstico negativo y desafiante. Según nuestra encuesta Voces Docentes, que realizamos junto a GFK y el Centro de Políticas Públicas de la UC, si en mayo de 2020 teníamos a un 23% de profesores con altos niveles de estrés, para fines de 2021 ese porcentaje había subido al 80% —advierte Constanza.
Otra encuesta, realizada en mayo por Fundación Chile y el Ministerio de Educación, arroja similares resultados. Según sus hallazgos, el 52% de los 1.908 profesores encuestados reconoce sentir “agobio” por el retorno a clases.
En no pocos casos, este agobio se ha traducido, licencias más, licencias menos, en un gran ausentismo docente. Es lo que ha observado Daniela Moreno, profesora de lenguaje de enseñanza media en un colegio en San Bernardo:
—Andamos todos tomando pastillas más fuertes para el dolor de cabeza, el dolor de cuerpo, de cuello, de hombros. Muchos faltan un día o un par de días porque están con jaqueca o con gastritis, ese tipo de cosas. Uno va al médico y te dicen que es estrés.
El origen del caos
Tanto Vanesa como Daniela reconocen que el tiempo de confinamiento y clases en modo remoto fue extremadamente difícil: los profesores tuvieron que cambiar su metodología de trabajo y adaptarse rápidamente a herramientas de las que muchos no tenían ningún conocimiento. Pero hoy la realidad no es más fácil. Todo lo contrario. Aseguran que la priorización de contenidos, delineada desde el Ministerio de Educación para alivianar la carga de profesores y estudiantes, no ha sido suficiente para hacer frente a un alumnado que llegó con importantes brechas de contenidos y un alto grado de desregulación que, a veces, hace literalmente imposible hacer clases.
—Algunos niños volvieron muy dañados, esa sería la expresión. Llegaron muy desregulados con respecto a las normas: están en clases con audífonos, con el teléfono, se les olvidó lo que era estar en una sala de clases. Estuvieron muy solos —comenta Daniela, y agrega:
—Siempre empiezo con 15 minutos de alfabetización emocional, para que los alumnos hablen de lo que les pasa, y al final termina siendo una hora entera. Si antes planificaba un objetivo para dos clases, ahora ese mismo objetivo es para un mes. Los profesores estamos muy agotados, muy cansados.
¿Qué dicen al respecto las cifras disponibles? Según la citada encuesta de Fundación Chile, el 84% de los profesores y directivos creen que los estudiantes son menos autónomos que antes de la pandemia; el 56% están desmotivados. Otro estudio, de Fundación Caserta, describe a un profesorado afectado negativamente (28%) por la situación socioemocional de los estudiantes, los escenarios que requieren manejo de violencia dentro y fuera del aula (19%) y el alto nivel de exigencia curricular (14%).
—Lo que uno escucha son profesores y profesoras diciendo: “No sé si podré terminar el año, estoy muy estresada”; “no hay respiro ni pausa; estamos reemplazando a colegas por covid o licencia psiquiátrica”; “llegué a la urgencia por estrés y el doctor me dijo que me tenía que cuidar” —relata Verónica Villarroel, psicóloga y directora del Centro de Investigación y Mejoramiento de la Educación de la UDD.
Más que una queja o una protesta, la profesional describe estos comentarios como “un desahogo con voz quebrada y ojos empañados”.
—Los profesores necesitan que sus directivos comprendan que están en una situación excepcional, que no pueden abordar sus responsabilidades del mismo modo en el que lo hacían hace tres años. Lo que los profesores relatan es que el clima en la sala de clases se va tiñendo de irritabilidad; aparecen malentendidos y reacciones bruscas sin motivo aparente. Los más chicos gritan, se asustan o lloran porque un compañerito los abraza con fuerza y no los suelta. No saben cómo invitar a otro a jugar. Los más grandes se encienden frente a cualquier cosa que perciban como ofensiva, gritan garabatos y reaccionan con manotazos que terminan en peleas. Cuando los profesores intentan frenar el conflicto, responden con indisciplina y falta de respeto —describe Verónica.
En rigor, precisa la profesional, esto no es del todo nuevo. Pero sí se está dando con una frecuencia más alta y con mayor magnitud: ya no es un par de alumnos, son cursos completos.
—Para muchos, el conflicto es la tónica y la paz es la excepción —sentencia.
Pero no solo los estudiantes están desregulados; también los apoderados. Es lo que observa el psiquiatra Jorge Gaete, académico de la Escuela de Pedagogía de la Universidad de los Andes, basándose en lo que ha observado tanto en el diplomado que dirige como en el trabajo de investigación que realiza actualmente en más de 70 colegios, como director del Centro de Investigación en Salud Mental Estudiantil de la misma universidad.
—En uno de los colegios que está participando en nuestros estudios, algunos apoderados entraron al establecimiento y fueron a golpear a unos alumnos; en otro, entraron a golpear a los profesores. Están así en parte por efecto de la pandemia, pero también por el ambiente polarizado en el que estamos viviendo.
Las mujeres se llevan la peor parte
Si bien la sobreexigencia y el estrés del retorno a las clases presenciales afectan tanto a profesores como a profesoras, las encuestas disponibles revelan que son las mujeres las que han visto más amenazada su salud mental. En la Fundación Chile, por ejemplo, el 56% de ellas dijo haber sentido agobio, sobrecarga y/o crisis emocionales al volver a clases presenciales, versus el 34% de los hombres. Otro estudio, realizado en 2020 por el centro que dirige Verónica Villarroel, midió más angustia y estrés en profesoras mujeres, mientras que en los hombres lo que más recogió fue desmotivación. “Las mujeres, especialmente las que tienen alrededor de 40 años, son las más estresadas, porque cumplen muchos roles culturales, más allá de lo laboral, y que van desde la crianza de los hijos hasta el cuidado de adultos mayores”, apunta el documento.
Esta situación fue visibilizada por las redes sociales del movimiento Arriba Mamás Chile, donde varias profesoras desahogaron su situación, abogaron por el uso del teletrabajo —especialmente para las horas no lectivas, es decir, el trabajo que no se hace directamente en las salas de clases— y crearon una comunidad en la que comparten sus experiencias. La profesora de educación diferencial Isabel Cuevas, que trabaja en una escuela municipal rural, es una de ellas. Aquí se explaya:
—Soy madre de cuatro hijos, los más chicos de 5 y 2 años. No cuento con redes de apoyo para su cuidado, solo mi marido cuando le es posible, y tampoco tengo los recursos necesarios para contratar a alguien que los cuide. Como mis hijos chicos necesitan estar en constante observación, les acomodé un rincón bajo mi escritorio para que puedan jugar seguros mientras esperan la hora de salida. El más pequeño sale a la 1, mi hija a las 3:30 de la tarde y yo termino mi horario laboral recién a las 7:10 —cuenta.
Esta situación hizo que Isabel entrara en un nivel de estrés que fue creciendo como espiral.
—Terminó impidiendo el buen desarrollo de mi trabajo y afectando mi propia vida personal, por lo que sufrí un cuadro de estrés que me tuvo seis meses con licencia médica el año pasado. Siento que aún no me recupero completamente.
El caso de Vanesa es similar:
—Tengo una hija de siete años y no tengo quién cuide de ella. Es muy agobiante —explica—. Lo que más me afectó fue que me dijeron que mi hijo de 17 años tenía que cuidar a mi hija; a él no le corresponde. Mi marido quiere ayudar, pero una vez su jefe le dijo: ¿para qué pides tanto permiso? ¿No está la mamá de tu hija?
Daniela, además de lidiar con la situación de sobrecarga que hoy están enfrentando los profesores, ha tenido que ingeniárselas para tener más ingresos a través de dos emprendimientos: vende alfajores y postres, y también joyas elaboradas con piedras semipreciosas. Es el único camino para que ella y su marido, que también es profesor, puedan costear las terapias de sus tres hijos, de 10, 6 y 4 años: el mayor y el menor tienen TEA y el del medio fue diagnosticado con TDAH. El menor, además, requiere de hormonas para el crecimiento. Daniela siente a veces que está fundida, que no puede más, pero sigue adelante.
—Mi única opción es desvelarme, trabajar mientras mis pequeños duermen y al otro día volver a hacer clases y funcionar de la mejor manera posible —acota—. Si los profesores estamos con tanto estrés es justamente porque queremos hacer bien nuestro trabajo. En el colegio donde yo trabajo se preocupan de todo esto, tratan de ayudar y hacerse cargo, pero hay cosas que escapan a lo que ellos puedan hacer. Aunque el colegio haga todo lo posible, el tiempo igual no nos alcanza. Va más allá de ellos; es un tema social, una pregunta sobre cómo se va a vivir el paternar en nuestra sociedad.
Autocuidado: necesario, pero insuficiente
Según el psiquiatra Jorge Gaete, la salud mental de los profesores y profesoras siempre está bajo cierto grado de amenaza, tanto por factores estructurales como culturales.
—Pasan muchas horas en aula y eso los deja sin el tiempo necesario para poder pensar en mejores alternativas pedagógicas —explica—. Además, hay pocas instancias en las que los profesores son entrenados en habilidades socioemocionales y de autocuidado de la salud mental. Pese a que se habla cada vez más de salud mental y de las licencias que muchos profesores se están tomando por esa razón, todavía hay mucha estigmatización y resistencia a tomarle el peso a estos problemas. Muchos piensan que los cuadros de ansiedad o depresión tienen que ver con el carácter o con falta de voluntad, cuando puede haber incluso razones biológicas que dificultan el reponerse. Y todo esto se da en un contexto en el que no hay recursos, ni económicos ni de tiempo, para abordar estas problemáticas.
La pandemia, se sabe, solo empeoró este escenario. En el estudio Emociones y Salud Mental de los Profesores en la Educación remota en Pandemia, realizado en 2020 por la UDD, los profesores reportan sentir ansiedad (59%), insomnio (55,1%), irritabilidad (29,8%) y desánimo (22.8%). “Las emociones son similares entre docentes de diferentes establecimientos. En el caso de los profesores pertenecientes a colegios públicos, se sienten ligeramente más frustrados, angustiados e impotentes, mientras que en los de colegios particulares se sienten ligeramente más estresados”, dice el reporte.
Con todo, muchos profesores están enfrentando el difícil retorno a clases presenciales con gran pasión y ganas de enseñar.
—Hay mucho compromiso. Nuestra encuesta de enero y febrero muestra que el 88% de los docentes y directivos tiene la intención de seguir dentro del sistema educativo en los próximos cinco años. También sabemos que el 99% de ellos cree que su trabajo beneficia a la sociedad. A esto se suma el hecho de que la pandemia trajo un peak histórico de valoración al trabajo de los docentes —dice Constanza Gómez, de Elige Educar.
Pero para que ese entusiasmo no se pierda, dice Gaete, es importante que los profesores cuiden su salud mental con mecanismos de afrontamiento proactivos, no reactivos o evitativos, que los ayuden a mantenerse motivados y entregando lo mejor de sí.
—Se sabe que las condiciones físicas alteran o modulan la respuesta emocional. Por eso, hay que volver a lo básico: alimentarse bien, hacer ejercicio (por ejemplo, caminar entre siete y diez mil pasos diarios) y dormir ocho horas. Sin esto, cualquier otra estrategia de autocuidado no va a funcionar —acota y añade:
—Agregaría también la conectividad, el estar con otras personas, porque las relaciones sociales desarrollan habilidades socioemocionales, y la búsqueda activa de emociones positivas. Para neutralizar una emoción negativa, necesitas cuatro positivas. ¿Cómo se consiguen? Jugando fútbol, leyendo un buen libro, teniendo una buena conversación, juntándose con personas que nos hacen reír.
Verónica Villarroel coincide, pero advierte que también es importante buscar la implementación de cambios estructurales si se quiere prevenir la cronificación de los problemas de salud en el entorno escolar.
—Resguardar las horas de sueño y las actividades al aire libre, además de buscar espacios de conexión emocional, es lo que siempre se recomienda y es básico. Pero estos tips serían útiles si no estuviéramos en la olla a presión que son las escuelas en este momento, donde a los efectos de la pandemia se suma el contexto político, los problemas económicos y hasta la guerra en Ucrania. Hay que impulsar cambios en lo estructural, pensar en cómo alivianar la carga desde arriba, para volver a la normalidad en dos o tres años más.
En esta línea, Gaete rescata el modelo de las “escuelas saludables”, que funcionan según los lineamientos de la OMS y están presentes en Escocia y Canadá, entre otros países. También la propuesta de Mark Greenberg, cuyo modelo de intervención para los colegios —aún no aplicado en Chile— incluye desde la alfabetización emocional de los docentes, hasta la enseñanza de mindfulness y técnicas de regulación emocional.
—Está comprobado que este tipo de intervenciones no solo mejora la salud mental de los docentes, sino también la convivencia escolar y el aprendizaje. Lo que no está del todo claro es si el hecho de intervenir solo a nivel de los docentes puede tener un impacto significativo también en la salud mental de los estudiantes —concluye el también investigador principal del Núcleo Milenio para Mejorar la Salud Mental de Adolescentes y Jóvenes, Imhay.
Fuente: El Mercurio