Por Ruth Arce.
La sala de clases debe permitir a sus estudiantes moverse y transitar por los espacios en busca de información que aporten los libros, sus compañeros y compañeras y sus profesores y profesoras.
La escuela tiene como gran desafío atender a las particularidades de los contextos educativos y a las complejidades que implica enseñar en ambientes cada vez más diversos y desafiantes. Desde los orígenes de un sistema escolar, con foco en la funcionalidad para hacer efectiva la Revolución Industrial, a uno con foco en atender las particularidades del aprendizaje, ha pasado mucho tiempo. Sin embargo, muchas prácticas de enseñanza se resisten a cambiar en la sala de clases del siglo XXI, y solo basta un par de miradas para evidenciar lo anterior.
Un primer ejemplo, proviene de la imposibilidad de modificar el espacio, el solo intento por hacerlo puede llegar a convertirse en un dolor de cabeza para quienes creen que el orden (absoluto, silencioso e inmodificables) es sinónimo de éxito y solo proviene de niños y niñas que miran atentamente un pizarrón y escriben lo que su profesor o profesora escribe. Incluso, en algunas aulas, se conservan tarimas como símbolo de un esperado control de la clase. Un segundo ejemplo nos puede demostrar que, aunque se hable y promueva el “trabajo colaborativo” para favorecer aprendizajes en ambientes diversos y complejos, este tipo de trabajo es comprendido de manera superficial y su ampliación como estrategia de aula, debe resistir todos los prejuicios asociados a la tradición de cómo enseñar, sin considerar las posibilidades que se abren para desarrollar habilidades de pensamiento profundo.
Un tercer ejemplo, es la incapacidad para atender al valor que tiene el espacio que habita la escuela como referente educativo. Sabemos poco de la historia que rodea a la escuela, de la relación de esta con la comunidad o de la capacidad para enseñar desde otros espacios, como el consultorio o el almacén. Hemos divorciado la escuela de su contexto y hemos olvidado a la vecindad como fuente de descubrimiento del saber. La sala de clases del siglo XXI clama por más entrevistas, proyectos, diarios de campo, salidas pedagógicas; clama por más confianza en sus estudiantes.
Mientras no transitemos hacia un aula más participativa, con estudiantes más curiosos y con mayor confianza en sus capacidades, será imposible que exista un desarrollo de “habilidades de mayor desafío cognitivo”. La sala de clases debe permitir a sus estudiantes moverse y transitar por los espacios en busca de información que aporten los libros, sus compañeros y compañeras y sus profesores y profesoras. Una sala de clases -a veces ruidosa y otras silenciosa-, que no restringa la creatividad y el conocimiento. En fin, una sala de clases para ser feliz y aprender.
Fuente: El Dinamo