El rector de la Southern New Hampshire University, nuevo doctor ‘Honoris Causa’ por la Universidad Camilo José Cela, reivindica una educación superior que priorice el papel de las relaciones humanas
Cuando Paul LeBlanc ocupó su cargo como presidente de la Southern New Hampshire University (SNHU), allá por 2003, apenas contaba con 2.800 alumnos. Hoy, 19 años después, tiene alrededor de 180.000 y se ha convertido en la universidad de educación a distancia más grande de Estados Unidos. Pero lo que realmente le ha colocado como uno de los académicos más innovadores e influyentes –la revista Forbes le ha distinguido como uno de sus 15 “revolucionarios del aula”– es una visión de la educación superior que reivindica la importancia de las relaciones humanas en el aprendizaje, huye de los exámenes tradicionales y defiende un modelo de enseñanza competencial capaz de adaptarse a las necesidades cambiantes de los alumnos. La Universidad Camilo José Cela, que le otorgó el doctorado Honoris Causa este martes, destaca su trayectoria profesional, que ha convertido a la SNHU en “referente de transformación universitaria y de la responsabilidad de las instituciones de educación superior para cerrar la brecha social que amenaza el futuro de los alumnos”.
LeBlanc habla, en la sede de la universidad madrileña en Villafranca del Castillo, de los más de 40 millones de estadounidenses que comenzaron estudios superiores pero tuvieron que abandonarlos y de aquellos cuyas circunstancias personales les impidieron siquiera intentarlo, y reflexiona acerca de la necesidad de modificar un sistema que, en Estados Unidos, ha cargado a los graduados universitarios con una deuda de 1,7 billones de euros. Inmigrante de primera generación (de origen canadiense, emigró con sus padres a Estados Unidos cuando era solo un niño, y fue el primero de su familia en ir a la universidad), LeBlanc es autor de los libros Students First y Broken, donde reivindica una transformación que trasciende los límites de la educación y que dignifica y humaniza a las personas. “Una gran universidad da la oportunidad de tener retos, de crecer y pensar en nuevas ideas y maneras de hacer las cosas”, dijo en su discurso de investidura, en el que se dirigió a los estudiantes: “Se trata menos de enseñaros lo que deberíais saber y más sobre enseñaros a formular las mejores preguntas sobre vosotros mismos y sobre el mundo”.
Pregunta. ¿Qué papel deberían tener las relaciones humanas en la educación superior?
Respuesta. Un aprendizaje verdaderamente transformador no se da si no hay de por medio una relación con alguien. No hablo de una educación basada en la capacidad de leer un libro o escuchar una charla, y luego repetírselo como un loro al profesor para obtener una buena nota, sino de una educación transformadora, que realmente impacte en la vida de las personas. Los estudiantes no pueden prosperar hasta que no sientan que le importan, no necesariamente a toda la institución educativa, sino al docente que realmente los conoce y los aconseja. Cuando pensamos acerca de las personas que más nos han influenciado en la vida, más allá de los padres, muchos recordamos aquel profesor o profesora que se interesó por nosotros y se molestó en conocer quiénes somos.
El otro aspecto importante es conseguir elevar sus aspiraciones, ayudar a los alumnos a soñar un futuro mejor para ellos mismos. Para eso tengo que ser capaz de darle a alguien esa visión sobre qué y quiénes son, y eso es algo que no sucederá a través de la tecnología, ni de un buen currículo, una lección magistral o un libro de texto. Ocurre cuando hablamos el uno con el otro y yo, como estudiante, siento no solo que mi profesor me conoce, sino que yo también le conozco a él (o a ella). Es la disponibilidad emocional de esa persona que conecta contigo, celebra tus éxitos y te apoya cuando te cuesta avanzar. Y eso mismo sucede en el cuidado de la salud: la investigación demuestra que los pacientes obtienen mejores resultados cuando sienten que los médicos los conocen de verdad.
P. ¿No resulta paradójico defender la importancia de las relaciones humanas desde una universidad especializada en la educación a distancia?
R. Eso es porque la gente mezcla estar en un mismo espacio con desarrollar una relación interpersonal. No es lo mismo: yo tengo una relación muy estrecha con mi hija y ella vive en la costa Oeste de EE UU. Para nosotros, con 180.000 estudiantes, la clave ha sido el trabajo de los consejeros académicos, que en verdad son más como instructores de vida. Son personas que permanecen contigo a lo largo de toda tu vida académica, que llegan a conocerte y que averiguan cuándo te está costando avanzar. Nosotros usamos inteligencia artificial para monitorizar el progreso del alumno, cómo les va en sus clases y exámenes, con qué frecuencia se conectan… Todos esos datos se incorporan al sistema para que, cuando un consejero se pone al teléfono contigo, sepan más de lo que sabrían de otra manera y puedan ser más eficientes, centrándose en las cosas que de verdad importan. “Hey, ¿cómo va esa clase de Estadística?”. “Uff, me está matando”. “¿Qué sucede?”. “Bueno, en realidad no es la estadística. Mi jefe es un capullo, el trabajo va fatal, los niños me están volviendo loco… Me estoy rezagando”. “Bueno, vamos a tomarnos un minuto y ver cómo podemos conseguir que te reenganches”. Y en ese momento, no estás hablando realmente de aprendizaje.
P. ¿Por qué es mejor un modelo basado en la adquisición de competencias, y qué importancia tiene cambiar la forma de evaluar los conocimientos?
R. Una educación competencial no tiene por qué implicar que cambies tu pedagogía, ni que debas dejar de impartir clases magistrales o cambiar los objetivos de tu programa. Aquello que tú, como docente, consideras realmente importante puede seguir ahí. Pero hay que hacerse dos preguntas, y ningún profesor debería jamás tenerlas miedo: ¿qué sostienes que tus estudiantes serán capaces de hacer con lo que aprendan? Y lo segundo sería, ¿cómo sabes que podrán hacerlo?
Si utilizas exámenes tradicionales, esa es en la mayoría de los casos una forma terrible de evaluar, y la investigación no deja dudas a ese respecto. Cuando hablamos de desarrollar competencias, la evaluación tiene que estar centrada en el desempeño. Lo vemos claramente allí donde la vida cobra más importancia, como por ejemplo en el caso de las enfermeras. No las decimos: “Qué bueno que sacaste todo matrículas, ahora ve y se una enfermera”. No. Van a tener que hacer muchas horas de prácticas y demostrar lo que saben hacer, bajo la supervisión de una enfermera experimentada. Y lo mismo sucede con los pilotos: está genial que hayas ido a la escuela de aviación y que sepas por qué un avión es capaz de volar. Pero antes de dejarte al mando vas a pasar un buen tiempo en un simulador; luego te sentarás en el asiento de la derecha y un piloto con experiencia evaluará tus habilidades. Es decir, que está claro que sabemos cómo evaluar cuando realmente nos importa. Y nos debería importar todo el tiempo, si de verdad nos preocupa la integridad.
P. ¿Cómo se deben adaptar las instituciones de educación superior a las nuevas demandas de aprendizaje permanente?
R. Tradicionalmente, las universidades se basaban en la idea de que uno iba allí durante unos años, acumulaba una serie de credenciales y luego se incorporaba al mercado laboral para el resto de su vida. Pero ese es un modelo industrial anticuado; hoy sabemos que la vida media de las habilidades que adquirimos es tres años, por lo que la gente estará constantemente aprendiendo y reciclándose. La fuerza laboral y el mercado cambian a una velocidad feroz, y eso nos obligará a meternos y salirnos del ecosistema de educación superior, sin que ello implique obtener otro grado. Puede que sea para un aprendizaje de dos días, dos semanas o dos meses, o puede que lo hagamos para obtener una microcredencial. El problema es que la mayoría de la educación superior no está diseñada para responder tan rápidamente a esas necesidades… El expresidente Woodrow Wilson, que fue también rector de la Universidad de Princeton, solía decir que era más fácil mover de sitio un cementerio que hacer cambios en el currículum, porque lleva un montón de tiempo.
Estamos viendo cómo surgen otros proveedores de educación, y ahí es donde se da la disrupción. Con bootcamps de programación, por ejemplo. Nosotros [SNHU] hemos incorporado este tipo de cursos intensivos, de seis y nueve meses, sobre diseño UX, ingeniería del software, ciberseguridad… Podemos conseguir que alguien que gana 19.000 dólares en su trabajo pase a ganar 65.000, y eso cambia vidas. Pero no podemos parar ahí: estamos pensando en microcredenciales modulares que puedan acumularse para obtener títulos; hemos de construir universidades que puedan pensar con fluidez y flexibilidad.
P. ¿Cuáles son los mayores desafíos que existen para esa necesaria transformación de la educación superior?
R. El primer desafío es el de un cambio en la regulación, porque la educación está tan regulada que innovar resulta especialmente difícil. Necesitamos crear espacios seguros y controlados para experimentar, y decirles: “Podéis probar cosas diferentes, modelos que hoy no se aprueban, en tanto y cuanto os mantengáis dentro de este espacio, veamos lo que hacéis y haya transparencia en los resultados”. También es necesario que se produzca un cambio de cultura dentro de las instituciones académicas y la gente que las conforma. Y tener presente que hay dos tipos de innovación: ¿queremos probar cosas nuevas que mejoren lo que ya hacemos, o estamos experimentando para cambiar realmente la forma en que hacemos las cosas?
Para conseguir un cambio verdadero, hay que involucrar a todos los miembros de la comunidad educativa, y usar como ejemplo a aquellos que más o menos ya están haciendo algo de lo que a mí me gustaría intentar. Esto se ha hecho también en el campo de la salud: en países en vías de desarrollo, por ejemplo, donde se intentaban cambiar las prácticas de crianza para mejorar la salud de los bebés. En un principio, no querían ni siquiera escuchar. Pero cuando ellos decían: “Mira, tu vecino aquí está haciendo lo que te decimos, y mira a sus bebés, están sanos”, su reacción era muy diferente. Así que cuando estás tratando de innovar para mejorar la experiencia de tus estudiantes, has de trabajar con todas las partes interesadas.
P. ¿Qué papel puede y debe tener la tecnología en esa transformación?
R. La tecnología tiene infinidad de aplicaciones que van más allá de la inteligencia artificial, que mencionábamos antes. Por ejemplo, me fascinan enormemente los juegos y los simuladores; esos ambientes inmersivos que te enganchan tanto que el tiempo pasa sin que te des cuenta, ¿no? Pues con nuestro mejor aprendizaje sucede eso mismo. Cuando estamos aprendiendo algo que realmente atrapa nuestro interés y que de repente te preguntas: “¿Pero dónde se ha metido el tiempo?”. ¿Y si pudiéramos conseguir que más aprendizaje fuera así? Cuando estás tan inmerso que quieres seguir intentándolo y trabajando duro, sin rendirte; cuando el entorno de aprendizaje te da lo suficiente para que, sin darte la respuesta, te ayuda a encontrarla por ti mismo. Y cuando lo haces, es tremendamente estimulante, todo un subidón de serotonina.
Los simuladores nos ayudan a recrear entornos de prácticas virtuales que serían muy caros de reproducir y que contribuyen a que, cuando los alumnos lleguen a los espacios físicos reales, puedan ser más productivos, rápidos y eficientes. Nuestros alumnos de diseño de videojuegos, por ejemplo, crearon un simulador para el Boston’s Children Hospital, porque las enfermeras nuevas de Urgencias a veces se equivocaban con la dosis de medicinas importantes. Eso es algo que puede no ser tan crucial con personas adultas, pero que sí puede resultar fatal en el cuerpecito de un bebé. En esa simulación, la enfermera tenía 15 segundos para introducir la dosis correcta en una jeringuilla real, conectada al ordenador, y administrarla en medio de un entorno caótico, con alarmas sonando, personas corriendo, un bebé llorando en la camilla… El poder practicar una y otra vez hizo que, cuando las enfermeras por fin llegaron a Urgencias, el número de errores descendiera.